DE CÓMO SOBREVIVIMOS A LA MEDICINA

Ejercer la medicina es toda una aventura casi imposible de explicar. Menuda carrera, literalmente. O más bien qué maratón. No es una profesión, diría, es otra cosa. Abarca mucho más. Demasiada intensidad. O así lo vivo yo, aunque creo que ese tinte lo pongo un poco en todo lo que hago. Nunca he sabido ser a medias.

La medicina es un poco como vivir apagando fuegos e incendiando cosas al mismo tiempo. Es puro cansancio también. Es, si tengo que elegir una descripción, trabajar mucho y dormir poco. Es ingeniárselas para sobrevivir. Es sacrificar tiempo libre, y que tu familia se sacrifique también. Es aprender sobre la marcha en una bici sin ruedines. La medicina es que se te pongan los huevos de corbata cuando se ponen malitos tus pacientes. Pero malos de verdad. Es que se te pare la respiración. Es ir corriendo a todas partes. Es vivir con la constante sensación de que te falta tiempo. Tiempo para estudiar, tiempo para aprender a hacerlo mejor, tiempo para atender mejor. Pero también es que te falte tiempo para ti y todo lo que no tiene absolutamente nada que ver con la medicina. Tiempo para los tuyos. Menudo trabajo, Dios mío. Esto es mucho más. 

En este mundo loco que no para ni un segundo y gira a toda velocidad, hemos escogido un camino con muchas curvas y muchas -pero que muchas- cuestas. A veces hasta te entra un poco el mal de altura. Qué vértigo. Esto es como subir el Everest. 

Pero ay, la medicina. La medicina también son ellos. Los que están contigo pasándolas canutas a las 3 de la mañana. Los que te invitan a cafés. Los que te dan un abrazo cuando literalmente no puedes más. Los que te preguntan que si “todo bien” cuando tienes una guardia de mierda. La medicina es hacer amigos y llorar con ellos alguna que otra vez. Es ayudarse a dar pasitos. Y sobre todo, la medicina es reírte a carcajadas de cañas y que de pronto nada tenga tanto peso. Es cambiar la perspectiva y ver blanco lo que antes estaba un poco oscuro. 

La medicina te quita mucho, desde luego. Pero ay, lo que te da. Te hace tener una segunda familia. Porque madre mía, qué de horas compartes. Eso no son compañeros de trabajo. Eso es mucho más. Y eso, si tuviera que apostar, es precisamente lo que nos hace sobrevivir. Qué difícil de explicar. Qué cortas y pequeñas son a veces las palabras. Qué personas más bonitas me ha regalado la medicina. Yo no sé cómo he podido tener tanta suerte. Menudo viaje. Qué curiosos lazos se forman cuando se comparte tanta intensidad. Y joder, qué bonita es de repente la ruta esta cuesta arriba cuando vas bien acompañado. De repente el camino es más ancho, más llano, esta mejor señalizado, y tiene unas vistas increíbles de toda la maldita ciudad. De repente ningún otro camino es más bonito, ni más apetecible. De repente te das cuenta de que hubiera sido imposible escoger mejor. Que nada te representa más. Que ninguna otra opción te hubiera hecho tan feliz ni te hubiera dado tanto.

Creo que si la medicina es un arte, debiera ser, sin ninguna duda, el arte de cuidar. Y no sólo a los pacientes (que también y por supuesto). Es también el arte de cuidar a los que andan contigo el camino. El arte de colaborar. De llevarnos las mochilas cuando pesan demasiado. Es el arte de ser familia y tratarnos como tal. El arte de hacérnoslo más fácil, quizá. Y si me preguntas, creo que no hay arte más noble que hacerle la vida un poquito más bonita a los demás.

ESCLAVOS DE LA VOCACIÓN

Hoy siento pena y me da vergüenza. Hoy habéis cruzado la línea. Hoy habéis decidido que se prorrogan los contratos de todos los residentes, de todas las especialidades, de todos los años. Habéis elegido seguir pagando como residente a mis compañeros que ya no lo son. A residentes que llevan cuatro o cinco años dando el callo. Dejándose la piel. Hoy habéis ninguneado a vuestros especialistas.

Somos los primeros que entendemos que esto es un estado de alarma. Lo vemos cada día. Y queremos ayudar. Joder, claro que queremos. Vamos a donde haga falta. El tiempo que haga falta. Ya no vamos a trabajar. Vamos a la guerra. Sin armadura. Parecemos valientes, pero en realidad somos temerarios. «Kamikazes» según el New York Times. No por nuestras propias decisiones, sino por vuestras malas gestiones. Pero aún así estamos. Incondicionales. Expuestos.

Y hoy esta es vuestra recompensa.

Me río. Pero por no llorar.

Vuelvo atrás y pienso por qué escogí ser médico. Y sólo tengo una palabra. Y cada día la tengo clara: por vocación. Porque quería ayudar a la gente. Pero a veces hacéis que se nos olvide por qué estamos aquí. Por qué escogimos la profesión más bonita del mundo. Nos hacéis sentirnos impotentes. No estiráis hasta rompernos. Y no. No lo vamos a consentir.

Escogimos ser médicos. Sí. Muchas veces a costa de nuestra propia salud. De turnos de 30 horas. De pocas horas de sueño y muchas de estudio. Todo por la ciencia. ¿No? A veces uno hasta acaba creyendo que eso es simplemente la letra pequeña de la medicina que nunca le contaron. La otra cara de la moneda. Una parte inseparable de nuestra pasión. Pero ¿cuándo aceptamos que eso era simplemente parte de la profesión?

Escogimos ser médicos. Sí. Y lo escogemos cada día. También cuando vamos a trabajar sin protección porque no hay suficiente. Cuando nos doblan los turnos. Cuando no libramos guardias y trabajamos horas extra sin cobrarlas. Cuando ponemos un yeso a un paciente con sospecha de Covid sin bata. Cuando hacemos un fondo de ojo a un paciente a 30 cm de su boca con una mascarilla de papel. Cuando vemos a pacientes con síntomas respiratorios sin EPIs, porque no hay para todos. Cuando nuestro compañero da positivo y a nosotros NO nos hacen la prueba.

Escogimos ser médicos. Pero no.

Hoy digo no. Así, no. Nuestra vocación no es vuestra carta blanca. No somos vuestros héroes. No somos eternamente vuestros residentes. Somos un pilar fundamental de la asistencia sanitaria y no. No vamos a dejaros que nos esclavicéis la vocación.

HISTORIAS DEL MIR, DEL POSTMIR, Y DE CÓMO VOLVER A VIVIR.

Han pasado tres días desde El Día M. Y han pasado muchas cosas. La primera (y la más esperada), que hemos salido y hemos celebrado la libertad de la mejor forma posible: sin conocer el resultado. La segunda, que hemos dormido sin ponernos alarma; que puede parecer algo sin importancia, pero todo MIR sabe que es como un regalo del cielo. Y la tercera y más importante de todas: que hemos metido la plantilla para comprobar cómo de bien o mal (provisionalmente) nos ha salido el MIR. Para este último punto, ha habido dos tipos de médicos: los que lo averiguan tan pronto como pueden, y los que lo hemos postergado hasta que nuestra familia nos ha suplicado que dejemos de vivir felices en la deliciosa ignorancia.

Todo aquel que ha pasado por el examen MIR sabe cómo es ese momento. Y nadie más lo puede entender; pero voy a intentar que os hagáis a la idea: es un drama. Porque, a pesar de que las abuelas de todos nosotros creen que vamos a quedar los primeros porque «somos muy listos», sólo hay un número uno. De hecho, por favor, familias, entended esto: no es siquiera cierto que si estudias vas a sacar la plaza que querías. Porque todos nos lo hemos currado mucho, todos somos estudiantes de élite y, sobre todo, todos nos merecemos esa puñetera plaza. Pero nos ordenan. Nos tatúan ese número en la piel que decide todo nuestro futuro en un día. Y dan igual el resto de tus cualidades. Da igual tu humanidad o cómo de bien tratas a la gente. Da igual si te va a apasionar tu trabajo, si sabes dar una mala noticia a un paciente, o si sabes tratar a una persona desnuda con el respeto y la deferencia que merece. A veces incluso da igual si has estudiado, porque todo el mundo puede tener un mal día. Pero esto es así: nada más importa.

¿Sabéis eso que dicen de que la vida pasa delante de tus ojos cuando mueres? Bueno, pues también pasa ahí, mientras se carga la página de la primera academia que has elegido para este momento. Aunque, por favor, que a nadie se le olvide tampoco: esto no es cuestión de vida o muerte.

El MIR es un examen injusto. No siempre refleja cuánto y cómo de bien ha estudiado cada uno. No siempre te devuelve lo que le diste. En el MIR todos hemos aprendido más que en ni sé cuántos años de carrera. Pero no todos tendremos plaza. Y que a nadie se le olvide tampoco: el número no te define.

Pero lo más injusto del MIR es que, siendo un examen oficial del Ministerio de Sanidad del Estado, no tiene temario. Y eso es una broma de mal gusto. Supongo que para todo el mundo es evidente que la medicina es absolutamente inabarcable. Inmensa. Y por cierto, muy cambiante. Cosas que estudiamos en enero ya no estaban vigentes el día del examen. Y cada academia te prepara para esto de la mejor manera que sabe y entiende. Estudiando un amplio abanico de cosas o centrándose en lo que es rentable de estudiar. Con técnica de examen. Enseñándote el ancestral arte de intentar adivinar con picaresca las cosas para las que tienes cero conocimientos teóricos. Pero, ¿qué pasa con esas preguntas que nunca han salido antes en el MIR, no tienen relevancia clínica, y suenan a chino chinesco? Que respondes jugando al «voy a marcar esta que la enfermedad tiene un nombre guay» o «ante la duda la 3» e interviene el azar. Y así, señores del ministerio, no se filtra bien al que mejor ha estudiado. Eso no debería valer. No debería haber azar en el examen más importante de nuestra carrera.

Y después de todos estos momentos, justos e injustos, ha llegado el último: la realidad. Y cada uno se enfrenta a ella como puede. Y por supuesto, como su número provisional le deja. Lo celebras o te replanteas tus posibilidades. Respiras hondo. Y yo, que has llegado hasta aquí, y saques lo que hayas sacado, te doy la enhorabuena. Porque por si alguien no se había dado cuenta, esto no era una competición. Aquí no peleas contra nadie, y nos hemos ayudado unos a otros a llegar a la meta. Todos le hemos deseado lo mejor a nuestros compañeros. Nos hemos dado ánimos y hemos compartido cañas al salir de cada simulacro. Nos hemos quejado y nos hemos repetido que «oye, esto no es tan malo como yo pensaba». Y eso, que tampoco se te olvide, te ha hecho mejor médico.

Y no, no puedo acabar sin antes dar las gracias a todos los que habéis estado en la retaguardia. A las familias que con paciencia infinita nos habéis cocinado y mimado. A las parejas que habéis sufrido la reclusión del MIR como si vosotros mismos os hubierais presentado. Sois unos benditos. A los amigos que nos habéis deseado una y mil veces la mejor de las victorias. A los que nos habéis traído Brownies la última semana del MIR. A los ahora residentes a los que os hemos acosado con nuestras preguntas. A todos, y también a los que me dejo, infinitas gracias por estar ahí. La mitad de nuestras netas son vuestras.

AL MEJOR DE LOS MEJORES

Hoy me acuerdo de una frase hecha que siempre se repite hasta la saciedad: «siempre se van los mejores». Pero no es cierto. ¿Verdad? Nos vamos todos. Antes o más tarde. En silencio o haciendo ruido. Avisando o sin esperar. Pero no es esa la cuestión. Es que es a esos mejores a los que siempre vamos a echar de menos. Los que se nota que se van.

Y ahí, sin duda, estás tú. Entre los mejores. El mejor de los mejores. El abuelo más galán. El que gastó quince sobres en una tarde de verano para enseñarme a mandar una carta escribiendo la dirección en su sitio; porque las cosas hay que hacerlas bien, no esperando que los demás las puedan descifrar. El que me enseñó cómo manejar el tenedor y el cuchillo para no dejar el filete hecho una cochambre. El que me enseñó a multiplicar (aunque, seamos francos, esto no lo celebré en su día, que era verano abuelo…). El que me dejó peinarle con cresta a sus 80; en casa, eso sí, sin que le vieran los demás. El que siguió llamándome bichito aun cuando pasaba de los 20. El que siguió viéndome guapa a pesar de mi horrible pinta de estudiante de MIR. El que se reía como un niño rebelde. El que intentó que me dejara de morder las uñas. El que me dio al padre más increíble y valiente del mundo mundial.

Aunque hay también muchas cosas que no me enseñaste. Muchas veces que te enfadaste. Paciencia que se agotó antes de tiempo; por las dos partes. Pero no importa. Eso no. Ya apenas me acuerdo de lo feo, ¿sabes? Parece que nunca existió. Porque me hiciste muchos regalos que duran toda una vida. Como hacerme ver que aunque nos hagan creer que no, aún hoy se puede amar toda la vida, hasta el final. Sin límites, sin condiciones. Y de verdad. Que se puede ver lo bonito hasta en las arrugas. Que ‘la abuela no era guapa de joven, que la abuela es preciosa’. Y nada más. Que hay que saber querer incluso a pesar de los errores, los enfados, o los achaques de la vejez. Que no se nos olvide jamás.

Ojalá sepas cuánto voy a echarte de menos. Cuántas veces voy a seguir hablando de ti aunque no estés. Cuánto te agradezco todo lo que me has dado. Y sobre todo, cuánto me habría gustado que te quedaras todavía un poco más.

Te quiero. Siempre. Y en presente, no en pasado. Porque te quiero como dice Buzz Lightyear: hasta el infinito y más allá.

UNA MESA, POR FAVOR.

Ni siquiera recuerdo cuándo escribí por última vez. Tampoco recuerdo por qué dejé de hacerlo. Sólo sé que hoy he sentido la irrefrenable necesidad de volver a sentarme aquí. Porque me duelen, mi país y su gente. Por encima de cualquier otra cosa. Por encima de la vergüenza, del enfado, de la frustración; siento dolor.

No paro de preguntarme cómo hemos llegado hasta aquí. Cuantas cosas hemos hecho mal. Cuantos derechos humanos se han pisado. Cuantas veces el orgullo ha ido por delante de la diplomacia.

Un duelo de titanes. Una lucha de poder. Cero diálogo. Imposición, fuerza, odio, represión. Lesión. Negación. Me pregunto cuándo la política se convirtió en eso. Cuándo la ley dejó de amparar al pueblo para ampararse a sí misma por encima de cualquier otra cosa. Cuándo mantenerse firme -por ambas partes- fue la única solución.

Siento pena de un país que opina sobre conflictos en otros lugares del mundo y se ofrece a interceder, pero no sabe resolver sus propias coyunturas. Pena de un gobierno que defiende orgulloso lo que hoy ha sucedido, sin un ápice de duda en su voz. Pena por una sociedad dividida, desvalida, desamparada e ignorada.

Basta. Basta de sentencias e imposición. Y que traigan una mesa, por favor. Que haya diálogo, negociación. Que se curen las heridas de la incomprensión. Que se traguen su orgullo, que lo hagan los dos. Que no se pierda el respeto, bajo ninguna condición. Que el pueblo no pague este desastre de gestión.

Ya no es una cuestión de un ‘sí’ o un ‘no’. Que traigan una mesa y que se sienten, por favor.

DE LO MUCHO QUE ODIO LA MEDICINA. DE POR QUÉ LA QUIERO TANTO.

Odio la medicina. Lleva por lo menos un año y medio decepcionándome.

Odio esta carrera que lo reduce todo a datos, nombres, descripciones, más datos y más descripciones. Y más nombres. Odio reducir a los enfermos a sus enfermedades.

Odio el poquísimo caso que se nos hace a los estudiantes. Porque no somos residentes. Y ya tendremos tiempo de aprender. Odio mirar y no tocar. Odio centrarme en no molestar demasiado.

Odio tener que estudiar una carrera de seis años, en la que la mitad de las competencias adquiridas se fugan por los huecos de un cerebro cansado de almacenar conocimientos abstractos. Pero sobre todo, lo que sin duda más odio, es no poder sentirme útil en absoluto. Odio tener que esperar siete años para empezar a aprender de verdad.

La carrera de medicina es un poquito fraude. Un trámite. La base para llegar a la punta del iceberg, que es lo que de verdad importa y lo que de verdad enseña. Y las prácticas de los primeros años, digan lo que digan, son un placebo, un caramelito para dejarnos observar por la ventana, sólo una insignificante pequeñez de todo lo que puede hacer la medicina. Matizo la palabra observar, porque rara es la ocasión en la que se nos permite hacer algo que no sea eso.

Y cuanto más pienso en lo poco que me gusta y lo desmotivada que estoy, cuanto más me doy cuenta de mi desencanto, cuanto más me aburre y menos ganas tengo de estudiar, cuanto más pienso en si de verdad esto era mi vocación o me habré equivocado, cuanto más me pregunto por qué narices se me ocurriría… Entonces algo -o más bien alguien- me hace recordar por qué me metí en este embrollo. Por qué me encantaba cuando empecé. Por qué aún y a pesar de todo, no he tirado la toalla.

No es por el sueldo, de verdad que no. Es por la gente. Por la gente agradecida. Es porque la medicina se puede usar para ayudar a las personas (sí, se puede, pero no siempre se hace, creedme). De hecho, imaginad lo nefasta que es la carrera que con tanto trajín ha hecho que se nos olvide que este es su objetivo principal.

Me metí en medicina porque quería ser útil. Aquí, o dondequiera que la vida quisiera llevarme. Y hoy por fin he visto gente que es servicial de verdad. Hoy por fin he visto que la medicina es darse a la gente, desinteresadamente. Hoy por primera vez desde ni sé cuándo, he deseado terminarla y hacer algo por alguien que no sea mi propio ombligo. Hoy, fíjate qué cosas, me han entrado hasta ganas de estudiar.

Me encanta lo que la medicina puede hacer por las personas. Me encanta que consiga que una niña sorda pueda oír otra vez. Me encanta que luche para que alguien pueda ver. Me hincha por dentro pensar que puede hacer que alguien ande de nuevo. Y sonría. Y te abrace.

Y yo quiero formar parte de ello. Y ahora recuerdo que es por eso por lo que estoy aquí. Por ninguna otra cosa. Porque si al final del proceso, algún día de mi vida puedo ayudar a alguien a vivir más dignamente, sin duda, habrá merecido la pena. Porque si es por eso, aunque sólo sea por una persona del mundo, entonces estudiaré los años -y los tochos- que haga falta.

Escrito en homenaje -y enorme gratitud- a la ONG emsimision (www.emsimision.org). A sus fundadores y colaboradores, por contagiarme la ilusión.

QUE VUELVA EL BLANCO Y NEGRO.

Se nos ha olvidado cómo se quiere. Sí. Se nos ha olvidado el amor loco y arriesgado de las películas en blanco y negro. Ese que según cuentan las leyendas, duraba para siempre. No sabemos cómo se hace. Y siendo sinceros, tampoco nos interesa recordarlo. Que amar así es muy sacrificado. Cansa. Agobia. Y lo peor de todo: nos ata. Y no nos gusta sentir que nada nos resta libertad.

Se nos ha olvidado cómo querer sin medida y sin fecha de caducidad. Porque el mundo es tan comercial y consumista, que nos convence de que todo, incluso el amor, debe usarse sólo hasta que se agote. Se compra y se vende. Se abre, se gasta y se tira. Se usa, como se quiera claro que para algo se paga, y cuando ya no sirve no se arregla, porque la reparación es más cara y lenta que la sustitución.

No sabemos cómo querer sin condiciones. Pero ay, cómo cambiaría el mundo si supiéramos hacerlo sólo una décima parte de bien. Si supiéramos hacerlo sanamente. Si lo intentáramos al menos. Porque hoy en día llamamos amor a cualquier cosa, nos conformamos con la mínima parte. No nos esforzamos, y de hecho ni siquiera esperamos que los demás lo hagan tampoco.

El amor de ahora tiene muy poco de amor. Llámalo interés, pasión, necesidad, química, egoísmo, frenesí, parche, comodidad, besos. Llámalo X. Pero no te convenzas, ni por un momento, de que eso es amor.

El amor es saber entender al otro y soportarlo siempre; de verdad, siempre. Incluso cuando pone los pies encima de la mesa o se olvida de hacer eso que con tanta insistencia le hemos pedido. Es comprensivo aunque a veces cueste ponerse en la situación de quien tenemos en frente. Es estar a su disposición cuando nos necesite, y siendo buenos en cualquier circunstancia, aunque a veces no apetezca y cueste un poco de más.

El amor no sabe lo que es envidiar las alegrías y logros de los demás ¿eso para qué iba a servirle?. Tampoco se pasa el día presumiendo de sí mismo, ni es arrogante, ni siquiera aunque se le presente la ocasión.

El amor nunca, bajo ningún concepto, jamás, falta al respeto. Y sobre esto no hay mayor explicación, está soberanamente claro. Nunca busca sus intereses por encima y a costa de los de la otra persona. Aunque a veces pensar en el otro y lo que él quiere implique necesariamente renunciar a nuestros planes.

El amor es calmado, y eso le ayuda mucho a no perder las formas. Incluso aunque le toquen la fibra que más le duele. El amor, aunque parezca increíble, perdona sin rencores. No escribe en una lista interminable todos los fallos ajenos para echar mano de ella cuando la ocasión lo requiera, que eso tala muchos árboles innecesariamente.

El amor no sabe alegrarse cuando ve injusticias, ni mucho menos las crea, sino que busca y se alegra siempre en la verdad, sea cual sea, buena o mala. Duela o haga sonreír.

El amor perdona siempre, y siempre significa pase lo que pase. Confía y cree en la otra persona sin letra pequeña, todos los días del año. El amor es paciente y espera, el tiempo que haga falta. El verdadero amor lo soporta todo. Y ahí es nada. Y cuando el amor es así, cuando es amor, con mayúsculas y sin condiciones; entonces, y sólo entonces, es cuando dura para siempre y no muere nunca.

NI BOTÍN CON SU BOTÍN

Todos hacemos planes. Nos organizamos la vida. Algunos cuadriculados como folios milimetrados, y otros como hojas que se dejan levantar por el viento. Pero al final, quien más quien menos, todos contamos con mañana para terminar lo que hoy nos da pereza hacer, para pedir perdón a quien hemos odiado por segundos, para apuntarnos a esas clases de guitarra que siempre postergamos.

Es más, contamos con unos cuantos meses, con un puñado de años. Porque con lo que nadie cuenta nunca es con los imprevistos. Al menos, no con el más cortante e incapacitante de todos. Pero es curioso que a veces, una simple noticia te hace pararte y pensar en ciertas cosas.

Emilio Botín murió hace exactamente cinco días. Un tío duro. El banquero de oro. Un millonetis. Pero la muerte no espera a nadie, no acepta negociaciones. No escucha a sus víctimas ni se deja sobornar por esos billetitos de colores que a los humanos tanto nos seducen. Viene y se va, y de camino se lleva a quien quiere cuando quiere. Y no hay más que a hablar.

A veces es silenciosa. Otras veces, como ahora, sacude a un país con su noticia. A veces se hace la generosa dándote tiempo a despedirte, pero otras aparece como un ladrón en medio de la noche, sin pestañear.

Y mientras aquí estamos, perdiendo el tiempo. Creyéndonos más listos que nadie. Aburridos de la vida y sus colores. Perezosos de volver a empezar otro septiembre. Desafiando las leyes de la física y el tiempo para posponer todos nuestros sueños como si fuéramos a vivir 100 años con la vitalidad que tenemos ahora. Pensándonos invencibles e indestructibles. Sin agarrar el toro por los cuernos, porque de eso ya habrá tiempo más tarde.

Y se pasan los días, las semanas y los años. Y desaprovechamos las vueltas que da la vida. No sonreímos a los problemas ni nos dejamos sorprender. Inmutables. Como estatuas de cera que permanecen sin envejecer ni modificar su forma y mente.

O no. O cantamos en la ducha y salimos corriendo porque llegamos tarde a las mil cosas que tenemos que hacer. Y se nos cae el café por la mañana y nos hace gracia la torpeza que podemos llegar a tener. O Decidimos sobre la marcha cocinar para quince. Y nos sacudimos el polvo y seguimos adelante. Y tropezamos en un proyecto pero emprendemos uno nuevo. Y nos reímos de esas cosas que al fin y al cabo no tienen tanta importancia.

Cada cual sabe lo que hace, y cómo se lo toma. Cada cual decide dónde va.
La cuestión es si mañana nos gustará el camino que escogimos.
De hecho, la cuestión es si nos está gustando hoy.

TE HAN MENTIDO.

Llevaba tiempo pensando escribir esto, y por alguna razón decidí que no iba a hacerlo. Pero la actualidad y el gilipollismo epidémico que observo últimamente me han sacado de mi obstinación. Y mirad que es difícil, porque puedo llegar a ser una cabezota -lo sé, no es bueno, intento trabajar en ello- pero sinceramente, me habéis tocado los huevos. Hablando en plata.

«Scarlett Johansson está gorda». Ole ahí, y os quedáis tan anchos. Esta sociedad empieza a hacerme gracia, porque llorar me hincha los ojos y no me da la gana; no por otra cosa. ¿Sabéis quién estaba gorda? Marilyn Monroe lo estaba. Igual algunos ni se acuerdan, porque ahora las caricaturas le ponen una cintura de avispa monísima que se han sacado de la manga. Pues lo estaba, concretamente una talla cuarenta y cuatro de gorda. Hoy, en el 2014 nadie en su sano juicio -o lo que se considera como tal- habría apostado en que se convertiría en todo un icono de la sensualidad. Una cuarenta y cuatro, repito. Exactamente en el límite de los pantalones que pueden comprarse en Inditex. Los pantalones de las gordas. Y esto suponiendo, claro, que las tallas de ahora sean las mismas que entonces.

Y a ver quién se atreve a decir que no fue sexy esa mujer.

Y es que antes, la gente pensaba con su propia mente, con la consecuencia lógica de que a cada uno le gustaba una cosa; su cosa. Y le gustaba desde luego con mucha más salud mental. Pero no, ahora hay que escuchar a cuatro resentidos dictar qué es la belleza. Como si tuviese algún sentido objetivarla. Y hay que estar dentro del canon. Hay que tener el thight gap. Por el amor de Dios, ¿qué gilipollez es esta? Ya no saben que inventar. No es suficiente con tener el pelo brillante y liso -si tienes rizos, te los quitas-, un culo que no llame excesivamente la atención, caderas inexistentes y pechos pequeños. Ahora hay que tener separación entre los muslos, cuanto más grande mejor. Y permitidme que os diga que eso no está al alcance de todo el mundo, muchas veces se trata de complexión, no de delgadez.

Y Scarlett Johansson, que había sido hasta ahora considerada por muchos una musa, una Marilyn del siglo XXI, ahora es apuñalada con los «pues a mí se me ha caído el mito». ¿Caído el mito? Scarlett ha sido siempre así. Nunca ha sido un palillo. El que te has caído eres tú. Lo que ha cambiado es tu percepción de lo que tiene que ser una tía buena. Porque tiene curvas. Naturales. Y eso ya no está de moda. Y tú, que te crees único y que crees amar lo que tú consideras bonito, estás influenciado por las mismas normas y directrices que todos los demás.

Y a tí. Chica. Tía buena. Te lo digo: te han mentido. Te han hecho creer que no eres guapa, porque tienes la nariz demasiado grande (¿comparando con la de quién? habría que preguntar). Te han mentido cuando te han dicho que no vales, que te falta más. O te sobra. Y tú te lo has creído. O al menos algunos días. Esos días alternos en los que te examinas con ojo de crítico y escoges e imaginas todo lo que cambiarías de tu cuerpo: las curvas. Que hasta hace unos años, y aún en la cabeza de algunos privilegiados, eran símbolo de feminidad.

Pero a lo mejor lo que hay que cambiar no son los culos, sino los cerebros.

Y que le den al canon.

Llamadme loca.

EL SECRETO DE LAS TORTUGAS.

La vida avanza, lenta pero sin pausa. Y nosotros avanzamos con ella. A veces incluso sin darnos cuenta, y otras oponiendo cierta resistencia. Cambian los episodios, pasamos pantallas, se suman acontecimientos y olvidamos recuerdos que prometimos guardar para siempre. Cambia nuestro aspecto, se arruga la frente, nos compramos zapatos nuevos, nos hacemos agujeros en las orejas y tiramos los pantalones de campana. Y de la misma forma, cambiamos en aspectos menos evidentes: se modifican nuestras ideas, nuestros intereses, nuestras metas… y luchamos por cosas por las que nos prometimos no volver a pelear nunca más.

Así es la vida. Imprecisa. Inconstante. Muchas veces contradictoria e incoherente. Pero incesante. Nunca se detiene; no sabe hacer eso. Y a veces nos cuesta estar a la altura de las circunstancias que se presentan. Porque moverse al ritmo a veces es agotador; y quedarse quieto mientras el mundo gira, marea.

Y el futuro nos asusta, con tanto movimiento. No sabemos qué será de nosotros en unos años, sin darnos cuenta de que ahora mismo estamos viviendo lo que hace unos meses parecía tan sumamente lejano. Y se nos olvida que los cimientos para mañana se construyen hoy mismo; que ahora es el momento de valorar, cuidar y disfrutar lo que tenemos. Porque, si no sabemos hacerlo, corremos el riesgo de perderlo antes siquiera de darnos cuenta de que estaba en peligro de extinción. 

Una vez me hablaron de las tortugas. Un animal que tiene que escoger bien sus batallas. Cada pasito que da tiene un fin, porque de lo contrario no realizaría tal esfuerzo. Así que está segura de que cuando se mueve es por algo importante de verdad. Todo lo que merece la pena en esta vida requiere un esfuerzo, y aún más para estos pequeños reptiles. Tienen que pensar más concienzudamente a dónde quieren viajar, y una vez establecido el objetivo caminar con seguridad y firmeza sin detenerse. 

A nosotros, sin embargo, nos encanta sentirnos libres e ir y volver de un lado para otro, sin parar casi a coger aire; como si respirar fuera una pérdida de tiempo. Pero corriendo, uno no puede fijarse en los pequeños detalles que nos regala la vida… Supongo que a veces es bueno pararse y pensar como una tortuga. Dónde estamos exactamente, y a dónde queremos llegar. Si estamos yendo por el camino correcto. Si merece la pena seguir andando por él. Si es momento de movernos, con nuestra casita a cuestas. Nuestro caparazón repleto de ilusiones y decepciones, de risas y cabreos, de recuerdos de todo tipo y a cualquier edad. Porque cuesta mucho mover tantas cosas en un sólo paso. Pero quien no lucha por lo que quiere no merece lo que desea. 

Y entonces. Cuando evalúas. Piensas. Pero sobre todo, sientes. Avanzas, al ritmo de la vida. Y recuperas el equilibrio. Y no te cansas, ni te mareas. Sólo disfrutas del camino que acabas de escoger.