UNA MESA, POR FAVOR.

Ni siquiera recuerdo cuándo escribí por última vez. Tampoco recuerdo por qué dejé de hacerlo. Sólo sé que hoy he sentido la irrefrenable necesidad de volver a sentarme aquí. Porque me duelen, mi país y su gente. Por encima de cualquier otra cosa. Por encima de la vergüenza, del enfado, de la frustración; siento dolor.

No paro de preguntarme cómo hemos llegado hasta aquí. Cuantas cosas hemos hecho mal. Cuantos derechos humanos se han pisado. Cuantas veces el orgullo ha ido por delante de la diplomacia.

Un duelo de titanes. Una lucha de poder. Cero diálogo. Imposición, fuerza, odio, represión. Lesión. Negación. Me pregunto cuándo la política se convirtió en eso. Cuándo la ley dejó de amparar al pueblo para ampararse a sí misma por encima de cualquier otra cosa. Cuándo mantenerse firme -por ambas partes- fue la única solución.

Siento pena de un país que opina sobre conflictos en otros lugares del mundo y se ofrece a interceder, pero no sabe resolver sus propias coyunturas. Pena de un gobierno que defiende orgulloso lo que hoy ha sucedido, sin un ápice de duda en su voz. Pena por una sociedad dividida, desvalida, desamparada e ignorada.

Basta. Basta de sentencias e imposición. Y que traigan una mesa, por favor. Que haya diálogo, negociación. Que se curen las heridas de la incomprensión. Que se traguen su orgullo, que lo hagan los dos. Que no se pierda el respeto, bajo ninguna condición. Que el pueblo no pague este desastre de gestión.

Ya no es una cuestión de un ‘sí’ o un ‘no’. Que traigan una mesa y que se sienten, por favor.