Dicen que para que la vida nos haga felices necesitamos sentirnos útiles, activos, sentir que la estamos aprovechando, disfrutando, como si cada día fuese el último que se nos ha concedido. Pero la vida es más fácil de vivir pasando de largo, mostrando indiferencia, dejando para mañana lo que podemos hacer hoy.
Queremos tenerlo todo. Queremos no implicarnos pero sentir que está mereciendo la pena. Queremos volar sin levantar los pies del suelo. Estar sobre seguro y que la vida nos sorprenda. Lograr objetivos sin acarrear ningún riesgo. Saltar a la piscina sin mojarnos. Lograr cumplir sueños sin levantarnos de la cama. Y siento ser yo quien lo diga, pero la vida no tiene nada que ver con eso; ojalá, pero no funciona así.
Yo quiero acumular horas de sueño, si merecen la pena las noches. Quiero que se me fría el cerebro porque me gusta lo que hago. No me importa agotarme si así logro al menos una décima parte de lo que quiero. Necesito ser realista, sí. Pero prefiero estar también un poco loca. Quiero abarcar todo lo que pueda, y tal vez un poquito más. Quiero aprovechar las oportunidades que tengo, aunque algún día acabe maldiciendo la idea que tuve de meterme en tanto embrollo. No me importa que me digan que estoy como una cabra, al fin y al cabo, eso yo ya lo sabía. Pero qué queréis que os diga, siempre me ha gustado ir a contracorriente, salirme de la norma y de lo que cabe esperar, de lo fácil.
No me importa cansarme, porque la vida sólo cansa si se está aprovechando. Sólo agota cuando se exprime como si fuera el último limón del cesto. Ese que aprietas al máximo, para que el zumo rebose un poquito más. Y para eso, para que caiga esa última gota, hay que apretar más fuerte.