2013, MI AÑO DE CAOS.

Hay años que pasarán a la historia por lo increíblemente buenos que fueron. Por la cantidad de sonrisas que nos provocaron. Por los grandes viajes que planeamos y salieron tan bien. Años felices, fáciles, que siempre serán recordados como tal, y nadie podrá borrar la magia que sus recuerdos nos evocan.

Hay otros años, sin embargo, que tienen una mancha sobre sí. Años malos, que incluso a veces intentamos olvidar, como si nunca hubieran pasado, como si no nos hubiesen enseñado tantas cosas. Años que nos apretaron y nos intentaron hacer caer, pero que no lo consiguieron. Esos años tampoco se nos olvidarán.

También están esos otros, los aburridos. Los que pasarán sin pena ni gloria. Años sosos, que nos dejaron indiferentes. Esos que podríamos borrar y apenas cambiarían nada. Esos son los peores, sin duda.

Y después está todo lo contrario. Los años. Esos años. Esos que no se pueden describir. Los años de… ¿caos? Los años de locuras, de cambios. Años que lo dejan todo patas arriba. Los mejores, los que merecen la pena. Los que engloban amargos tragos y dulces bienvenidas. Qué años tan raros…; qué buenos años. Este año 2013 es para mí uno de estos. Un año de caos.

Es increíble la cantidad de cosas que pueden pasar en sólo 365 días. La cantidad de personas que se pueden conocer -y despedir-. Cuánto que se puede llorar y lo mucho que se puede reír. Me miro este enero, y me siento totalmente distinta. Han cambiado tantas cosas. He hecho tantas locuras. Ha sido un buen año. No, corrijo, ha sido un gran año; mi año.

He acabado con un tatuaje y un piercing en la oreja. Me he teñido el pelo. Ya no llevo flequillo. Sí, me ha crecido el culo, eso también lo reconozco. Me he aficionado a pintarme los labios de rojo, para darle un poquito de color -y pasión- a la vida. He aprendido a ponerme pendientes en las orejas cada mañana y llevo pulseritas en la mano derecha. Me he acostumbrado a vivir sin reloj; y sin hermana.

Pero eso no es lo importante. Eso es sólo lo de fuera. Bah, eso está sobrevalorado. He cambiado mucho más por dentro que por ningún otro ángulo. Empezó siendo un año duro, pero termina con un sabor increíblemente dulce. Sabía que este sería mi año. Para mí. Para reinventarme. Y así ha sido. He conocido a gente increíble; impresionante. Gente que ama la vida tanto como las locuras; esa gente que a mí tanto me gusta. Gente que no puede dejarte pestañear con indiferencia ni una sola vez, porque cambian tu vida desde el primer instante en que las miras. Y me encanta la gente que desbarata tus planes. Hacen la vida tan interesante, tan impredecible…

Algunas de esas personas ni siquiera son conscientes de lo mucho que han cambiado mi forma de ver la vida. Algunas tienen sólo quince años, y lo hicieron con sutiles comentarios que creyeron inofensivos. Otras tienen diecinueve, pero parece que tuvieran la mente de los treinta y la energía de los siete. Algunas de esas personas rondan los cuarenta, pero puedes hablar con ellos como si tuviesen veinte; gran virtud al alcance de muy pocos. Contadas son las que llevaban ahí toda la vida, pero nunca les habías prestado tanta atención como ahora. Y gracias a Dios que abriste los ojos a tiempo. También están aquellos cuyo nombre conocías, pero que jamás imaginaste el eco que iban a provocar.

¿Sabéis? En medicina, muchas veces hay que romper los huesos que se están soldando mal, o cortar los tejidos, para poder repararlos y que se vuelvan fuertes, como algún día fueron. Eso ha sido este año para mí. El año que se me rompieron los huesos para soldarlos de nuevo. De forma distinta. Y nunca volverán a ser igual a como fueron. Pero ahí esta la magia de la vida, su gracia. Que nos permite cambiar, y moldearnos, pero mantiene sus cicatrices, para que nunca olvidemos quiénes fuimos, los errores que cometimos, o de dónde venimos.

Y por eso me encanta este año. Mi año loco. De idas y venidas. De despedidas y alegrías. De momentos intensos que cortan la respiración. Me encanta porque han pasado muchas cosas. Buenas y malas. Pero pocas indiferentes. Y lo recordaré así, como «mi año», porque tal vez aún no sepa bien quién soy, pero sé cómo quiero que se suelden mis huesos. Y poco a poco, le he perdido el miedo a quebrarlos para poder curarlos bien. Será mi año de valor. El año que cogí el toro por los cuernos. Que aprendí a ser valiente. Y ahora que he aprendido esa lección, que no puede olvidarse, sé que el 2014 será también un gran año, quizá incluso mejor que este. Porque no sé qué pasará, si será bueno o malo, pero sé que me enseñará cosas que ni imaginaba. Y sé que no tendré miedo a lo que esté por venir.

CAMBIO.

Qué incómodo es el cambio. Molesta, porque es desconocido. Es terreno no tanteado, peligroso, inexplorado. Las rutas conocidas, sin embargo, qué fáciles son. Nos sabemos cada truco, cada atajo, sabemos dónde poner los pies y dónde está prohibido pisar. Conocemos dónde se esconden los monstruos para poder evitarlos. Sabemos dónde está la boca del lobo, y la esquivamos, a no ser claro, que ese día nos apetezca pelear y poner a prueba nuestra resistencia física. Sabemos también donde están los lagos con el agua más fresca, y dónde da el mejor sol para poder descansar. Conocemos las frutas de todos los arboles: las que son venenosas, las alucinógenas, las que te llevan al éxtasis, las que pueden ser mortales. Lo conocemos todo. Cada punto y cada coma, cada bache. Y caminamos seguros; tanto que incluso podemos correr, y si me apuras, con los ojos cerrados.

Pero la vida es como un videojuego. Tiene que subir de nivel. Porque repetir una y otra vez la misma pantalla que tan bien conoces, termina siendo aburrido. Porque no supone un reto; es demasiado fácil. No mejora nuestras habilidades, no nos hace más fuertes, ni más intrépidos. Nos amodorra, nos relaja, nos satisface con un único placer: la comodidad.

Cómo somos los seres humanos. Tan llenos de incoherencias. Queremos una vida sorprendente, cambiante, nueva, que no esté abocada a la rutina. Pero queremos poder recorrerla sin miedo ninguno, con los pies firmemente aferrados al suelo, sin dudar sobre qué camino elegir. Queremos que la vida nos lleve a nuevas experiencias, refrescantes, apasionantes; y queremos conocer la pantalla del juego donde nos tocará jugar. Y si te estás preguntando cómo reconciliar eso, abandona, porque no hay forma ninguna de hacerlo.

Lo nuevo asusta. Y no se puede conocer un terreno que nunca antes se había visitado. Lo único que puedes hacer es coger una mochila y meter dentro todo que algún día te fue útil en tus anteriores viajes. Unas chanclas por si hará calor y botas de montaña por si la vida te lleva a escalar el Everest. Porque nunca, jamás conocemos la próxima pantalla del juego. Pero cuantas más hayamos recorrido, mejor estaremos preparados para afrontar la siguiente. Y no, no seas cobarde, porque si no exploras, nunca sabes lo que se escondía en el siguiente nivel.